McMahon, Robert. La Guerra Fría. Una breve introducción. Alianza. Madrid 2009

 

“La gran oleada de muerte y devastación provocada por la guerra destruyó no sólo gran parte de Europa y de Asia, sino también el viejo orden internacional. «La estructura y el orden que habíamos heredado del siglo XIX habían desaparecido», observó el secretario de Estado norteamericano Dean Acheson. Efectivamente, el sistema internacional eurocéntrico que había dominado el mundo durante quinientos años se había desintegrado prácticamente de la noche a la mañana. Dos gigantes militares de proporciones continentales -que ya se calificaban de superpotencias- se habían alzado en su lugar y trataban de forjar, por separado, un nuevo orden acorde con sus particulares necesidades y valores.

Conforme la guerra se acercaba a su fase final, hasta el observador más despreocupado de la política mundial podía ver que Estados Unidos y la URSS tenían en sus manos las mejores bazas diplomáticas, económicas y militares. Sólo acerca de un objetivo básico estaban esencialmente de acuerdo aquellos adversarios convertidos en aliados: era imprescindible restaurar rápidamente una apariencia de autoridad y estabilidad, y no sólo en las zonas directamente afectadas por la guerra sino en todo el sistema internacional. Como advirtió el subsecretario de Estado Joseph Grew, la tarea era tan urgente como abrumadora: «De la actual penuria económica y de la agitación política puede surgir la anarquía».

Las raíces inmediatas de la Guerra Fría, al menos en un sentido general y estructural, se hunden en la intersección entre un mundo postrado por un conflicto global devastador y las recetas opuestas para la creación de un orden internacional que Washington y Moscú pretendían imponer a un mundo moldeable destrozado por la guerra. Siempre que un orden internacional imperante y el equilibrio de poder que le acompaña se derrumban, surge invariablemente algún grado de conflicto, especialmente cuando la caída se produce con tan pasmosa brusquedad. En este sentido, la tensión, el recelo y la rivalidad que afectaron a las relaciones entre Estados Unidos y la URSS después de la guerra no representaron ninguna sorpresa. Sin embargo, el grado y el alcance del enfrentamiento, y especialmente su duración, no pueden explicarse aludiendo exclusivamente a fuerzas estructurales. Después de todo, la historia nos ofrece numerosos ejemplos de grandes potencias que siguieron la senda del compromiso y la colaboración, y optaron por actuar de común acuerdo con el fin de instaurar un orden internacional aceptable capaz de satisfacer los intereses fundamentales de cada una de ellas. Los estudiosos han empleado la expresión «condominio de grandes potencias» para describir ese sistema, A pesar de las esperanzas de algunos altos cargos tanto estadounidenses como soviéticos, en este caso no sucedería así por motivos directamente relacionados con los orígenes de la Guerra Fría. En resumen, lo que transformó unas tensiones inevitables en una confrontación épica de cuatro décadas de duración a la que damos el nombre de Guerra Fría fueron las aspiraciones, necesidades, historias, instituciones gubernamentales e ideologías divergentes de Estados Unidos y la Unión Soviética.” 

(Págs. 17-19)

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